Mi gran amigo LJ hace tiempo montó un espectáculo
teatral llamado No es tiempo de miseria.
Pues ahora podría recuperarlo llamándolo de otro modo. Sí es tiempo de miseria.
Lo peor de que la economía vaya mal –o que las élites la estén saboteando
deliberadamente para forrarse, que no lo tengo claro- no es que los bolsillos
se vacíen y que haya que pensarse seriamente gastarse los euros en una simple
cerveza con los amigos. Lo verdaderamente triste es la miseria moral que
conlleva un sistema intrínsecamente perverso al derrapar. Cuando las cosas
vienen mal dadas vemos un triste desfile, paralelo al de los parados. Lo forman
los arribistas, los aprovechados, los supervivientes profesionales, los que
miran hacia otro lado cuando compañeros suyos de muchos años son despedidos,
los que tienen que tragarse sus pasados progresistas – o así lo creyeron
muchos- en aras de seguir formando parte del pelotón de los listos, etc. Las
listas del INEM cuantifican los que no trabajan, pero a este tipo de miseria no
hay estadística que la recoja. Como tampoco se pude reducir a un diagrama la
tristeza y el abatimiento que se apodera de una sociedad estafada y a la que
hicieron creerse capitanes del barco cuando en realidad nunca pasaron de
grumetes.
Es por ello que asomarse ahora al universo que Víctor
Hugo –hijo del mariscal napoleónico que inició el asedio a Cádiz por cierto- plasmó
en su novela Los miserables es
curioso. Aquí el término “universo” es más que un recurso tópico del
articulismo ilustrado, ya que como buena narración decimonónica es un relato
complejo. Cuando tantos escritores actuales hacen pasar por novelas un puñado
de páginas con letra de gran cuerpo y un interlineado que ni los estudiantes
más tramposos hacen en sus trabajos para cumplir con la cuota de folios exigida,
volver a los clásicos del XIX es toda una experiencia. La historia del
desdichado Jean Valjean y su implacable persecución por el legalista Javert tiene
como telón de fondo la Francia de la primera mitad del XIX. Hugo publicó su
novela en los años 60 de aquel siglo y ya sabía los efectos perniciosos de la
Revolución Industrial. Aquí están los desposeídos, gente que como Fantine
podían ser despedidos por la cara, sin indemnizaciones ni paro (que por cierto,
Valjean será muy bueno, pero como buen patrón capitalista la echa sin inmutarse,
aunque luego intente enmendarlo). Gente sin sanidad pública ni ninguna
perspectiva que no sea el trabajo esclavo. Y minorías ilustradas que intentan
sacudirse el yugo de una policía represiva y al servicio de los patronos. Los
que leímos la novela en la juventud, época que se devoraban estos tochos en
horas, nos consolábamos pensando que aquel era un mundo remoto. Pero mira por
donde, está volviendo a ser real, para nuestro estupor. Todo aquello que nos
protegía de aquellos miserables está desapareciendo, y los fantasmas del arroyo
son reales. Es como la perversa inversión de la serie Cuéntame. Cuando empezó ambientada en el tardofranquismo era una
historia del pasado. Ahora que ha llegado a 1981, con la consolidación de la
democracia, la movida madrileña, la libertad sexual y demás, comprobamos
atónitos que ha vuelto a ser… una historia del pasado.
En los felices 80, cuando Los miserables era sólo una novela decimonónica y no la profecía de
una distopía del siglo XXI, unos visionarios productores teatrales franceses produjeron
un musical sobre la obra que no tuvo mucho éxito. Pero entre sus espectadores se
hallaba otro teatrero no menos visionario, Cameron Mackintosh, que la compró,
la cambió y la estrenó en 1985. Desde entonces se ha representado
ininterrumpidamente, se ha traducido a 21 lenguas y la han visto más de 60
millones de espectadores. Tuve la ocasión de verla en su montaje madrileño de
hace unos años, protagonizada por ese monstruo que es Gerónimo Rauch. Lo hacía
tan bien que ahora es el Valjean del eterno montaje londinense. Ahora se ha
estrenado la película, que aunque ha tardado estaba en el pensamiento de
Mackintosh desde el principio. La vi hace un par de días, con retraso sobre su
fecha de llegada a los cines. Y no porque no me guste, sino por todo lo
contrario. Admiro profundamente esta obra casi operística, y tenía demasiado en
mente la representación madrileña. Los que conocemos el musical sabemos que es
una partitura más que exigente, que necesita cantantes de nivel. En otras obras
del género basta con canturrear para dar el pego, pero aquí no. Para colmo de
males, estas navidades recién pasadas el citado amigo LJ y señora (sí, el mismo
de No es tiempo de miseria, como se
cierran los círculos) tuvieron a bien regalarme el DVD del concierto del 25
aniversario del musical, que es otro prodigio vocal. De ahí mi resistencia creo
que comprensible a meterme dos horas y media en un cine a ver a un grupo de
actores, competentes sin duda en lo suyo, pero que sabía que no iban a estar a
la altura canora.
Pues el resultado fue peor del esperado. Claro que toda
la culpa no es del elenco, sino del director. Los que sospechamos tras la
eficaz pero sobrevalorada El discurso del
rey que Tom Hopper era un artesano que valía lo que sus guiones nos vemos fortalecidos
en nuestra duda. De acuerdo en que Los
miserables es un musical muy teatral y estático para el cine, pero ¿no había
otra estrategia que ese montaje histérico, como si tuviese miedo de pararse y
aburrir, combinado con unos primeros planos inamovibles como el I Dreamed a Dream de Anne Hathaway
(aunque este planazo la ha puesto sin duda en el camino de un Oscar al que ya
es candidata), creando un peligroso desequilibrio narrativo? ¿No había otro
camino que esos lentes deformantes que nos retrotraen a las peores pesadillas
fotográficas del cine setentero? ¿Eran necesarias esas tomas espectaculares
donde canta el ordenador para intentar dar profundidad cinematográfica? Pero lo
peor es que el temor previo se cumple. El reparto está más que bien como
actores, en algún caso sobresaliente, como Russell Crowe, que da magníficamente
la tensión moral del legalista Javert. Pero como cantantes… en especial Russell
Crowe, que tira por la borda su gran trabajo actoral con un canturreo más que
triste. Si notan que Samantha Barks, que da vida a Éponine, está a años luz de
los demás, es por una sencilla razón: ha hecho el papel en teatro. ¿No hubiera
sido mejor dejarse de estrellas taquilleras y apostar por los profesionales del
tema curtidos en las tablas? Esto hace que la película sea aburrida, pues se
notan demasiado las costuras de un musical cuando precisamente falla en eso: en
la parte musical. Además, la versión española es más marciana pues incurre en
hábitos que parecían desterrados, como doblar las partes habladas y dejar las
canciones en original, con lo que nos van cambiando las voces cada dos minutos.
Si alguien que ha visto
la película cree que exagero, les dejo con unos vídeos. Los dos primeros son
una comparativa, con el primer encuentro entre Javert y Valjean en el film y en el concierto del 25 aniversario, para apoyar mis argumentos. El
tercero es una letra que deberíamos ir aprendiéndonos si el tiempo de miseria
sigue empeorando.
Como siempre insuperable.
ResponderEliminarLa Sra. de L.J.
Visto que el azahar se ha cebado sobre el último link...
ResponderEliminarAquí otro subtitulado. A parti del min 5.30
do you hear the people sing subtitulado español
http://www.youtube.com/watch?v=eSZK38_oFQI
Granpost!
-teclitas-
Bueno, parece que los dos vídeos del concierto han sido suprimidos por Copyright, pero ha tenido que ser ayer, pues cuando los busqué funcionaban. A lo mejor este humilde blog ha tenido tanto éxito que ha propiciado el cierre. Gracias a los dos por vuestro apoyo.
ResponderEliminarUh.
ResponderEliminarSupongo que acabaré yendo a verla, aunque los musicales no sean mi preferencia (quitando "Los productores", quizás).