sábado, 9 de febrero de 2013

Ese señor del traje


Bienvenidos a un post más de And the Winter is Coming. Pero antes de leerlo unas palabras de su inspirador.



Le tengo una especial simpatía a Alfred Hitchcock, y no sólo por la inmensa calidad de su obra, una de las más eficaces de la Historia del Cine. Hubo un momento en los años 40 en que Sir Alfred metió la directa y salió por prácticamente a obra maestra por película, con muy pocos bajones. Verán, todo cinéfilo tiene en su carrera espectadora una especie de epifanía en la que se da cuenta que las películas con algo más que entretenimiento, que son una forma de arte. Por ejemplo, en su divertido Diccionario de cine Fernando Trueba confiesa que en su caso fue Ariane de Billy Wilder, y eso que no es de las mejores obras del maestro vienés. El adolescente Trueba se dio cuenta que en aquellos diálogos, en aquella planificación, había una inteligencia y una construcción que merecía la pena indagar. Así que no salió del cine y se quedó a la siguiente sesión para estudiarlo. En mi caso el que me quitó la inocencia cinéfila fue Hitchcock. En su momento, sus herederos liberaron cinco películas que el genio británico había retenido. Entre ellas, La ventana indiscreta, la segunda versión de El hombre que sabía demasiado y sobre todo, esa obra maestra del romanticismo gótico que es Vértigo. Seguramente fue el film más personal de Sir Alfred, y su mala recepción a finales de los años 50 le llevó a autosecuestrarlo y a que durante muchos años no pudiera verse. En los primeros 80  aún funcionaban los cine clubs y el de Cádiz hizo un maratón proyectando los cinco filmes seguidos (los otros dos eran esa incomprendida obra maestra del humor negro que es Pero… ¿Quién mató a Harry? y el reto técnico de La soga). Pues bien, fue Vértigo la que me dejo KO, la que me demostró que más allá de la diversión el cine podía ser un vehículo para llegar a terrenos emocionales más profundos que disfrutar de una buena carga de caballería. Creo que mi carrera de crítico empezó sin saberlo ese día, pues a la gente con la que iba no le gustó nada y yo la defendí. Descubrí así la soledad del analista, luchando contra la opinión general.



De hecho, ese memorable maratón hizo que me comprase mis dos primeros libros sobre cine. Por supuesto, sobre Hitchcock. En esos días salió la primera edición española de la polémica biografía que le dedicó Donald Spoto y lo consideré una señal del destino. Y también me hice con la clásica entrevista que le hizo François Truffaut, considerado un libro señero. Visto con la perspectiva del tiempo, este segundo trabajo es una obra maestra más del mago del suspense, pues Sir Alfred maneja en él a su colega francés como si fuese el público de uno de sus films, llevándolo por donde quiere. Hitchcock hace una grandiosa maniobra de distracción alejando a Truffaut de los aspectos más personales e inquietantes de su persona y obra. A eso ayuda la posición del cinéfilo representante de la Nouvelle Vague, que no deja de perder en todo momento la posición de un joven Padawan ante su maestro Jedi. El momento más divertido del libro es aquel único  en que Truffaut se permite enmendarle la plana a Hitchcock, cuando le dice que hubiera sido mejor rodar algunas escenas de Falso culpable cámara en mano, “a la francesa”, para dar más verosimilitud al drama de Henry Fonda. Uno casi puede oír la seca voz de Sir Alfred cuando responde “Pero usted que pretende, ¿qué trabaje para las salas de arte?”.  Truffaut no se debió dar cuenta de que esa contestación incluía algo de desprecio para el renovador cine que se estaba haciendo entonces en Europa (el libro es de los años 60), y volvió a su puesto de rendido admirador.

Y eso que Hitch, como se hacía llamar en la intimidad, le debía mucho a aquel apasionado francés y sus colegas. Hasta que no llegaron ellos, la crítica no le tomó en serio como creador artístico. Nadie le negaba su competencia como tecnócrata que era capaz de montar espléndidos vehículos de entretenimiento, pero hasta ahí. Los popes de la nueva crítica americana, encabezados por la temible Pauline Kael, le negaron el pan y la sal. Fueron los europeos los que se dieron cuenta de lo que había en realidad tras el despistante título de “maestro del suspense” Un auténtico creador de formas, un director más inquieto de lo que parecía. Parte de la culpa la tenía el propio Hitch, enmascarado tras su elegante traje de jefe de ventas. Pero era de estos artistas que preferían que su obra hablase por él. Y es que era muy íntima. Precisamente el libro de Spoto triunfa donde falla el de Truffaut, en sacar todo lo que escondía su obra y su persona. Una psicología torturada, infantilmente ególatra, perdido en ideales románticos que canalizaba a través de sus rubias, Grace Kelly a la cabeza. Un romanticismo que se fue oscureciendo a medida que envejecía y se hacía más osado y agresivo. Todo culminó en el acoso a la que sometió a Tippi Hedren en los dos filmes que hicieron juntos, que motivó su abandono del cine y sea conocida hoy en día como la suegra de Antonio Banderas. Su imagen de cineasta exitoso y comercial sin duda enmarañó ante muchos ojos la profundidad de su obra y que era más arriesgado de lo que se pensaba. Es curioso que la Academia de Hollywood nunca le diese un Oscar, a pesar de ser uno de los directores más rentables de la historia. Parece que después de todo no se fiaban de que en el fondo fuese uno de los suyos.


La radicalidad de Hitch se escondía en sus grandes escenas donde manejaba la cámara y el montaje como nadie. Por ejemplo el famoso movimiento de grúa de Encadenados, en el que la toma pasaba majestuosa desde lo alto de una escalera en una fiesta a las manos de Ingrid Bergman, que guardaban una llave clave en el misterio del film. Para todos era un incontestable alarde técnico. Para los iniciados, una forma de decir algo que marcó todo su cine, como era lo que se esconde bajo los oropeles de la realidad social. En la primera parte de su carrera, estas escenas ofrecían al mejor Hitchcock, que curiosamente se diluía algo cuando afrontaba abiertamente un desafío fílmico. Es el caso de La soga, rodada en un plano único –aunque con trucos, pues la tecnología de la época no permitía hacer hora y media del tirón- o  Crimen perfecto, prácticamente un teatro filmado. Pero en su madurez creativa, supo armonizar sus obsesiones con hacer grandes y desafiantes filmes concebidos como un proyecto global. Así, en Falso culpable administró admirablemente una auténtica pesadilla kafkiana que es uno de las mejores películas de terror de todos los tiempos, con ese pobre hombre común atrapado en la maraña burocrática de una confusión policial. Además, demostró que podía asimilar las nuevas técnicas de rodaje más realistas del momento, por mucho que no lo captase Truffaut. Luego vino Vértigo, un fracaso en toda regla que le llevó a hacer lo que se entendía por un film de Hitchcock para recuperar el crédito ante la industria, un brillantísimo thriller de aventuras. Pero Hitch ya estaba en otros parámetros, y se metió en el berenjenal de Psicosis.





A todos les chocó este nuevo proyecto. Iba a ser en blanco y negro, filmado con equipos de televisión y a excepción de Janet Leigh, sin grandes estrellas. Adaptaba una novela de Robert Bloch inspirada en el estremecedor caso de Ed Gein, un granjero de Wisconsin dominado en su delirio por la figura muerta de su madre que se convirtió en un despiadado asesino en serie. Gein fue el modelo de bastantes criminales de ficción, desde Norman Bates hasta el Buffalo Bill de El silencio de los corderos. El libro de Bloch tiene mala prensa sobre todo desde que en el citado libro de entrevistas Truffaut la condenó como “novela tramposa” y ha influido mucho en su recepción posterior, pero es un thriller bastante eficaz. Los estudios no creían en el proyecto de Hitch y éste tuvo que producírselo todo. Además de un pingüe negocio –Psicosis costó unos 800.000 dólares y recaudó unos 50 millonacos- el director se garantizó así poder rodarla como le vino en gana. Su experiencia en economizar rodajes gracias a los episodios televisivos que filmó en los años 50 le permitió hacer un trabajo rápido y directo. Aumentó el grado de intensidad sexual –los sujetadores de Janet Leigh y sus apasionadas carantoñas con su amante en la escena inicial- y de violencia –la escena de la ducha, el apuñalamiento de Arbogast en la escalera- hasta entonces inéditos en una producción standard de Hollywood. Aunque curiosamente lo que a la oficina de censura le trajo de cabeza fue la exhibición de urinarios en la película. Psicosis además rompió moldes en estructura. Es un film que cambia tres veces de dirección. Empieza siendo la historia de una chica que tiene un siroco y roba varios miles de dólares de su empresa para poder irse con el hombre que ama, y cuando estamos metidos en ella, una madre posesiva la mata dejándonos narrativamente en el aire. Así pasamos a la trama de un pobre chico dominado por su progenitora, hasta que alguien dice que la señora Bates lleva tiempo bajo tierra. ¿Y a qué nos agarramos los espectadores ahora? Psicosis fue también innovadora en su campaña comercial. Mucho antes que Santiago Segura y sus camisetas, Hitch sabía montar campañas promocionales unipersonales. En el film que nos ocupa se inventó entre otras lindezas que la gente no llegase tarde a los pases, no fuera a ser que no vieran la parte de Marion y no se enterasen de nada luego. Claro que como ocurre en toda la obra de Hitch, los niveles de significación eran más profundos. Spoto la calificó de “grito asesino”. Cumplidos los 60 años, la sombría psique del cineasta se volvía más tenebrosa. Defraudado por sus rubias, ya no las amaba a distancia, ahora las sacaba de sus filmes a la media hora mediante el rudo expediente de filetearlas en una ducha. Es significativo que Sir Alfred siempre dijo que lo que le atrajo del libro de Bloch era el inesperado asesinato de Marion. El camino al mobbing de la desventurada Tippi Hedren estaba abierto. En cualquier caso, a nadie se le escapaba el letal cóctel de  Psicosis: psicopatía, amantes furtivos muy lejos del matrimonio, necrofilia, voyeurismo, en unos apretados y densos 108 minutos.






La historia del rodaje de Psicosis ha sido recuperada ahora por el film de Joseph Gervasi, que se llama como su director, Hitchcock. Intenta ir más allá de una historia cinéfila, ya que se centra en uno de los aspectos más desconocidos de Hitch: su relación con su esposa Alma Reville. Para algunos, era una bruja castradora, que tenía a su esposo domado y vigilaba a sus actrices. Esta teoría ha enmascarado durante mucho tiempo su verdadero papel de esposa, secretaria y jefa de estado mayor del trabajo de Hitch, con notables contribuciones creativas. La película pone esto en su sitio. En Psicosis, Alma entre otras cosas fue la que contribuyó a la contratación de Anthony Perkins como Norman o a que Marion muriese en el primer tercio del metraje, no a la mitad como pensaba el director. Y a que Sir Alfred aceptase la acuchillante música que el gran Bernard Hermann compuso para la escena de la ducha, ya que la primera idea es que fuese sin acompañamiento de la banda sonora. Alma y Hitch estaban tan imbricados que nacieron con un día de diferencia, aunque ella le sobrevivió dos años. Se conocieron en los años 20, cuando Hitch despegaba y ella ya era una temprana y cotizada montadora. También ella pulió el montaje de Psicosis tras una primera versión que no funcionó.


Desde este punto de vista, bien por Hitchcock. Desde otra, no tanto. Se echa de menos más osadía a la hora de afrontar el lado oscuro del maestro del suspense, más allá de las fallidas escenas de las fantasías en que habla con Ed Gein o del buen momento en que ensaya la escena de la ducha haciendo de Norman-Señora Bates y apuñalando con saña a Scarlett Johansson como Janet Leigh. Otros detalles, como que el cineasta tenía agujeros en las paredes como Norman en su motel para espiar, no se explotan. Y tampoco funciona la oscilación entre el drama doméstico entre los Hitchcock y el carácter sombrío de él. Además, las resoluciones son bastante pacatas y moralizantes, increíbles en los que sepan la trayectoria psicológica del Hitch posterior. Es muy decepcionante, digno de culebrón maluno, como se desenlaza la relación de Alma con el escritor Whitfield Cook, con el que algunas fuentes aseguran que tuvo un romance. Las interpretaciones son otro error. Además de que el Hitchcock de Anthony Hopkins parece una celebrity de Joaquín Reyes, el actor británico lo encarna con los referentes que tiene, que son las apariciones públicas del cineasta o sus presentaciones televisivas. Uno cree que en la vida privada Sir Alfred debía ser algo distinto a su personaje, con lo que resulta bastante estereotipado. Problema que se traspasa a James D’Arcy como Anthony Perkins. Una cosa es que este actor diese vida a Norman Bates y otra cosa es que lo fuera. Aunque lo peor es poner a la débil Jessica Biel como una improbable Vera Miles. Los que ganan son Scarlett Johansson, que compone una Janet Leigh creíble y cercana, y la gran Helen Mirren como Alma, que usa la ventaja de que apenas hay registros de la esposa de Hitch, lo que debe haberle dado más libertad para afrontarla.


A pesar de que este Hitchcock queda muy por debajo de lo que promete, aisladamente tiene momentos espléndidos, que hacen añorar lo que podía haber sido este film. El mejor es aquel en que Hitch empieza a dirigir como un director de orquesta al primer público que se enfrenta a Psicosis. Desde fuera de la sala, sus gritos le demuestran que cada “instrumento” ha entrado en el lugar previsto. Un gran reconocimiento al que quizá haya sabido mejor que nadie armonizar arte y gusto popular.




3 comentarios:

  1. Pues tendré que verla, qué duda cabe...

    (Y la Biel está riquísima, se ponga Usted como se ponga).

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  2. Hombre, rica está, pero como actriz... y como sosias de Vera Miles es un fracasito. Se la come Scarlett.

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