jueves, 31 de enero de 2013

El esclavo desencadenado


         

       Hubo alguien que dijo que a los Spaghetti-Westerns deberían llamarlos en realidad “pizza-western”, ya que el colorido de esta especialidad italiana va mejor con el pintoresco mundo de las películas del oeste rodadas en los desiertos de Almería con equipos mediterráneos.  Curiosamente, la moda del western made in el viejo continente empezó en Alemania, no en nuestras latitudes sureñas. A primeros de los años 60, Harald Reinl –antiguo ayudante de Leni Riefenstahl, jar- encaró adaptaciones del clásico autor de aventuras Karl May, con sus conocidos personajes de Old Shatterhand y el indio Winnetou, que a una generación de lectores alemanes encandiló a primeros del siglo XX. Entre ellos  a Adolf Hitler. Eran filmes bastante pesados y con poco ritmo, que promovían un Far West rodado en las montañas de la entonces pacífica –o controlada- Yugoslavia, que veía así premiada su distanciamiento de la ortodoxia moscovita. Les pongo un fragmento para que se hagan una idea de cómo iba aquello, aunque en youtube están los filmes de esta serie colgados. Y de vez en cuando una cadena de estas de la TDT española que ha comprado las películas que programa al peso también las emite, por si hay alguien interesado.




                El caso es que estos filmes se hubiesen olvidado rápido y el western europeo no hubiese dejado huella de no ser porque los años 60 fueron los del reinado del subgénero. Con un continente entonces en plena expansión económica, con grandes bolsas de trabajadores cuyo nivel de vida subía –quien te ha visto Europa, y quien te ve- y necesitados de entretenimiento barato, los cines de barrio se convirtieron en una gran industria de la época. Había que llenarlos con una auténtica factoría de productos de género, baratos y sin complicaciones. En Italia esto fue especialmente una fiebre. Empezaron en los 50 con las películas de romanos y de héroes de la antigüedad tipo Hércules, y se apuntaron a lo de recrear el western. Una misión que parecía de locos, adaptar el género más estadounidense a unas coordenadas geográficas y sociales distintas. Se montó una industria, muy latina por cierto, del cobazo, intentando hacer pasar aquellas películas por obras hollywoodenses. Seudónimos que sonaban a nacidos en Kansas, actores americanos en decadencia o que no se comían nada en California, y, sobre todo, un calco de los modelos narrativos del western, fueron los camuflajes para dar el pego. Como dijo el clásico, bienaventurados mis imitadores porque de ellos serán mis defectos. Los westerns hispano-italianos (pues ya sabemos lo que nos gusta apuntarnos a los bombardeos cutres y los pícaros productores patrios vieron pronto donde meter la cuchara) eran pálidos reflejos de lo que venía de Hollywood. Pero entonces llego el comandante, en forma de un orondo y más bien oscuro cineasta llamado Sergio Leone, y mandó parar. Su trilogía del dólar y su obra maestra absoluta Hasta que llegó su hora hicieron lo que parecía imposible: que aquel italiano advenedizo reescribiera la historia del western para siempre y de que se convirtiese con su estilo manierista en uno de los directores que más ha influido en el cine contemporáneo, para horror de más de un erudito. El camino para el oeste revisionista de Peckinpah y Clint Eastwood, al que Leone convirtió en estrella, quedaba abierto.



                A partir de entonces el discípulo se convirtió en maestro. Las oleadas de Spaghetti-Western que brotaron de Almería a partir de entonces tenían a Leone como referente, atraídos por los miles de puñados de dólares que generaron sus filmes –hasta no hace mucho, La muerte tenía un precio era el film con producción española más taquillero en nuestro país- y todos se volvieron locos, como Eli Wallach buscando la tumba de Art Stanton al final de El bueno, el feo y el malo. Los personajes nobles desaparecieron bajo los guardapolvos astrosos y las tramas se llenaron de corrupción, banqueros y terratenientes desalmados, psicópatas, violencia, etc. La vieja Europa, que venía de vuelta de muchas cosas, no se creyó lo de la nueva frontera ni la tierra de promisión. Prefería ambientar sus tramas en los tiempos donde la civilización había arraigado con todas sus lacras. Con el tiempo supimos cosas como que algunos de los responsables de estas películas eran militantes comunistas y aprovechaban para meter doctrina social. Sólo el Spaghetti-Western podía hacer filmes tan radicales como El gran silencio, donde los malos de la función ganan la partida sin ningún paliativo y sin ninguna concesión a los pobres protagonistas. Por cierto, que Michael  Cimino se lo aprendió de memoria cuando realizó esa gloriosa catástrofe llamada La puerta del cielo. Lástima que estas tramas o intuiciones tan osadas se revistiesen de realizaciones pedestres que no estaban a la altura del modelo: ni de Hollywood ni de Leone.



                Era cuestión de tiempo que Quentin Tarantino se topase con este género, o mejor, subgénero. En su reciclaje continuo de material precedente carnaza de videoclub era inevitable. Cuando Quentin encontró a Sergio. De forma consciente, se entiende, porque inconsciente ya se había producido. Al contrario de lo que se suele creer, las mejores secuencias de Tarantino no son las espectaculares ni las sangrientas, aunque haya una buena ración de ellas en Django desencadenado, sino las habladas, largos momentos de cine donde se habla sin parar, con un ritmo de diálogos endiablado de los que no podemos desengancharnos. Hay  de esto en esta película que nos reconcilia con el cineasta después de las dudas que dejaban sus dos últimas obras. Death Proof era demasiado una juerga entre amigos, a pesar de sus virtudes, y Malditos bastardos era una especie de “puedo hacer lo que quiera”, porque yo lo valgo. Afortunadamente, Tarantino se ha retraído y ha realizado una excelente película, aunque tal vez demasiado sutil para los que esperen mas marcha. Recupera uno de los personajes  míticos del Spaghetti-Western, creado por Sergio Corbucci en 1966 y que tuvo una larga trayectoria, aunque cada vez en filmes más estrafalarios que no tenían el encanto del primero. Ni Tarantino podía igualar el gag –llamémoslo así- de Django arrastrando una ataúd toda la película que al final contenía… una ametralladora. Pero esta recuperación es al estilo del director, copiar para hacer algo nuevo. El personaje original, encarnado por Franco Nero –que tiene su correspondiente homenaje- era el típico personaje solitario del género, y el nuevo es un esclavo negro en vísperas de la Guerra de Secesión, que vive una aventura digna de una novela decimonónica, que es contada con todo detalle.



                Es curioso que coincida en cartelera con Lincoln que da otra versión del hecho. Como ya peroré en su momento, la obra de Spielberg es más discursiva y política, dando una oportunidad a la democracia, aunque de forma ambigua defienda que haya que bajar a las cloacas para defender las grandes causas. La de Tarantino es más escéptica. En su momento, su compinche Robert Rodríguez metió de tapadillo bajo los ropajes de una serie B una propuesta tan radical como la defendida por Machete, en la que renegaba de una política corrupta y apoyaba prácticamente la lucha armada para defenderse de las agresiones de los poderosos, y parece que Tarantino sigue esta línea. Las peripecias del esclavo Django para encontrar a su esposa –en uno de los giros del cineasta se llama Brunhilda y ¡habla alemán!- esconden un forma de ver las relaciones sociales muy crudas. La esclavitud y los privilegios de los que mandan, la forma contundente de librarse de ello, como si no hubiese otro camino que la violencia. En fin, escribiendo esto el día en que el Bárcenasgate ha estallado en todo su esplendor, que quieren que les diga, parece atractivo y todo. Es un film excelentemente construido e interpretado, a excepción quizás de Leonardo Di Caprio, que sigue siendo ese extraño actor al que la fuerza de sus personajes siempre se le escapa por algún sitio. Hay empero dos joyas en la que fijarse especialmente. Primero, y recuperando la idea anterior del peso de los diálogos en el cine de Tarantino, el golpe del alemán (el gran Christoph Waltz) que maneja el inglés –bueno, eso en la versión original, por supuesto- con tal precisión que obliga al resto con frecuencia a preguntarle por el significado del fino lenguaje que exhibe. El segundo, el crucial personaje de Stevens, sorprendentemente encarnado por un envejecido Samuel L. Jackson. Un esclavo con suficiente autoridad ante su amo hasta el extremo de ser un poder oculto en su plantación, traidor a los de su clase pero sin perder su status. Me parece un tipo muy actual. ¿Cuántos Stevens hay hoy en las empresas modernas, voces de su amo y creyéndose que los patronos los valoran sin caer en que son mercancía fungible? Señal de que Tarantino está moviéndose como director y que el bache de Malditos bastardos puede ser superado. Además de la presencia de Franco Nero, destacar como guiño la canción de los títulos de crédito, que es la compuesta por Luis Bacalov para el Django original.


miércoles, 23 de enero de 2013

El honrado Abe


             

   Siempre me fascinó el tema de Abraham Lincoln, ahora recuperado por Spielberg en un film que ha metido la directa hacía los Oscars del  mes que viene. Y no por la leyenda creada en torno a él, ya se sabe, que era humilde, que cortaba troncos, que estudiaba Derecho por las noches, en fin, todo lo que recubre y apoya el mito americano del Self Made Man. Lo que choca del honrado Abe, como lo llamarón sus contemporáneos, es ver como el presidente que no vaciló en llevar a su país a una durísima guerra civil es el favorito de los estadounidenses. De lo que se deduce que un político calmado que vive en tiempos de paz no deja memoria en sus conciudadanos, pero sí los que lanzan a los suyos a la muerte, aún cuando los del otro lado sean de la misma nacionalidad. Viendo esto ¿a quién extraña que apoyen guerras en lugares remotos? Pensando en la cuestión de Cataluña, me pregunto si algún Abraham Lincoln nacional que lanzase al Tercio de Extranjeros sobre los payeses del Ampurdán recibiría el mismo grado de apoyo. Inquietante.

                Los tópicos sobre el honrado Abe son conocidos. A los que he dicho en el primer párrafo, se unen los de su bonhomía, su paciencia infinita, su sentido del humor, su nobleza intrínseca, etc. Un superhéroe moral para unos tiempos revueltos. Un astuto político que usó su imagen de paleto del Oeste para embaucar y someter a la clase política de su época, dominada por los grandes patricios de la costa Este. Gracias a estas dotes  y a su resolución Estados Unidos mantuvo su unidad y pudo convertirse en potencia mundial en el siglo XX. Otra cuestión inquietante. Parece que la violencia al final funciona. Pero Lincoln es una figura más compleja de lo que sus hagiógrafos nos quieren hacer creer. Por muchos chistes que hiciera, supongo que hace falta una gran dureza interna para liderar sin un pestañeo una sangrienta guerra. Ni en los momentos más difíciles de la Unión Lincoln se planteó aflojar. Es curioso que se cite mucho la anécdota de 1832, cuando sirvió en la milicia del estado en una guerra india  y le perdonó la vida a un nativo prisionero. ¿Dónde quedó esa compasión treinta años después? Algunos dicen que esa gelidez posterior derivaba de su amor juvenil por Ann Rutledge, que no sólo le dio calabazas sino que murió muy pronto, dejándole bastante hundido. John Ford, que tenía pasión por el presidente, lo contó muy bonito en El joven Lincoln.


Es una interpretación bastante romántica. Si  se sobrevive a eso se sobrevive a la Guerra de Secesión y a un desdichado matrimonio con Mary Todd, que fue de todo menos feliz. Para que todo sea más novelesco, Mary fue pretendida también por Stephen Douglas, el gran rival político de Abe. Además de su difícil relación, ella llevaba mal la carrera de su esposo, llegando a tener serios problemas mentales que enturbiaron aún más el matrimonio.

                Pero reducir la psicología de Lincoln a un amor desdichado es demasiado simple. Tal vez la verdadera clave esté en lo que hizo en la década anterior a su elección como presidente. Tuvo una breve experiencia política en la Cámara de Representantes en los años 40 del siglo XIX, que merece una paradita. Y es que su mandato coincidió con la guerra contra México que aumentó exponencialmente el territorio de Estados Unidos. El futuro presidente se opuso con tal vehemencia al conflicto que ni siquiera intentó ser reelegido, pues sabía que sus votantes lo consideraban un blandengue. Qué pensarían estos cuando años después el blandengue mandó a sus hijos a sitios como Gettysburg. O sea, que parece que el honrado Abe no era un belicista nato, sino que creía en el concepto de la “guerra justa”.

              ¿Y por qué la Guerra de Secesión le parecería justa frente a batir mexicanos? Se dice que por el tema moral de la esclavitud, pero no lo tengo tan claro. En una de sus famosas frases, Lincoln decía que una nación no puede vivir mitad libre y mitad esclava. En realidad, no podía vivir mitad con una economía agrícola precapitalista en el Sur y con un desarrollo industrial potente en el Norte, desequilibrando mucho el país. Había broncas continuas entre ambas regiones que fueron creciendo en los años de 1850 por temas fiscales, de aduanas, etc., que se sobreponían a la cuestión ética de los esclavos. El propio Lincoln tuvo una actitud algo ambigua al respecto. El caso es que tras su experiencia en la Cámara de Representantes, entró como abogado del ferrocarril, el sector en expansión aquellos años. Este sector fue uno de los niños mimados de la expansión económica del siglo XIX, como las carreteras en su momento o la informática hoy en día. Era el símbolo del progreso industrial y todas las poblaciones querían que el caballo de hierro pasase por ellas. Lincoln se dedicó a defender sus intereses con bastante brillantez, y eso implicaba echar por tierra las pretensiones de los campesinos que veían como sus posesiones eran expropiadas para poner vías. De hecho, en una célebre sentencia, se defendía el derecho del ferrocarril a hacer lo que quisiera por sus potencialidades expansivas para la nación. Esto oscurece un poco la figura del honrado Abe, poniéndose a sueldo de las grandes corporaciones frente al hombre común que según las leyendas tan bien representaba. La pregunta subsiguiente es perturbadora. De vivir hoy ¿Sería Lincoln un abogado de esos que aconseja a las empresas como hacer bien los ERES, que defiende el derecho a aniquilar el paisaje en función de los intereses económicos y demás plagas del neoliberalismo rampante? ¿Podría haber figurado en los tétricos gabinetes de George Bush Jr.? Hay que recordar que después de todo el honrado Abe fue el gran refundador del partido Republicano, que ya sabemos de qué pie cojea. Su experiencia en los ferrocarriles le inspiró no sólo el proyecto de hacer una línea que uniese Estados Unidos de costa a costa, que empezó bajo su mandado en plena guerra, sino que había que unificar el país económicamente, eliminando no tanto la esclavitud sino la atrasada economía sureña, que en un proceso de expansión capitalista era una rémora. Tuvo que darse cuenta de otra cosa: que los negros sureños debían pasar  de esclavos a ser mano de obra. Otra forma de esclavitud, que se recrudece en nuestros tiempos del Winter is Coming. Por cierto, que lo del ferrocarril de costa a costa de nuevo lo contó John Ford en uno de sus primeros clásicos.



                El mito es demasiado poderoso, y Spielberg ha cedido a él. Tenía curiosidad por ver si su Lincoln rompía la preocupante regresión de su cine. Desde la excelente Munich, volvió con desgana al mundo de Indiana Jones, lo prolongó en versión todos los públicos en su adaptación de Tintín y de forma chocante recuperó su peor estilo, el llorón sensiblero en War Horse. Es como si le asustasen las posibilidades que se abrió a sí mismo en Munich. Lincoln no resuelve las dudas. Es un film con mucho más cuerpo que las tres anteriores, pero parece que el tema tan grave y responsable le ha podido. Hay un cierto acartonamiento, una cierta discursividad que no se termina de despegar de la cinta. También contar con Daniel Day-Lewis es un triunfo y un problema. Triunfo, porque el concienzudo y obsesivo actor irlandés lo borda, consiguiendo darle a su presidente una inexplicable aura que trasciende la mera técnica actoral. Problema, porque gran parte del guión y la dirección se le rinden incondicionalmente y se limita a filmarle en demasiadas ocasiones. Así como el verdadero Abe lideró  a su país en la guerra, Day-Lewis lidera el trabajo de Spielberg, incluso anulándolo. La trama se centra en la lucha política que significó aprobar por una levantisca Cámara de Representantes la 13ª enmienda a la constitución estadounidense, que prohibía para siempre la esclavitud. Aunque parezca mentira, fue duro sacarla, pues no todos estaban por la labor. Algunos verán en Lincoln un ejemplo de democracia en acción, pero no todo es tan sencillo. Como buen film del nuevo orden, es ambiguo. La declaración del protagonista sobre que el sufrimiento hace fuerte a las democracias o la frase que suelta Tommy Lee Jones como el congresista Stevens (algo así como que el hombre más puro de América se sale con la suya con tácticas de lodazal) parecen alusiones al momento actual y a perdonar el todo vale. Es como si se justificase la corrupción y las malas prácticas si el objetivo es noble. Como comprenderán, escuchar esto en un país saturado de putrefacción política es hiriente. Tal vez esto es lo más lejos que el Hollywood actual está dispuesto a rascar en la complejidad del honrado Abe. Al final, se cae en el emblemático plano que han hecho prácticamente todos los directores que se han acercado a su figura, en el que se le ve alejándose de la cámara hacia su puesto en la Historia.

                Pero los azares de la distribución cinematográfica han hecho que el mismo día se estrenase en España otra visión del tema de la esclavitud, totalmente distinta, Django desencadenado. Pero de esta les hablaré otro día, que este post ya va más que sobrado. Pero una recomendación final. Para acercarse a la figura de Lincoln desde el campo del arte, léanse la novela de Gore Vidal llamada así, Lincoln. Una estupenda recreación de su presidencia, y que me da que ha inspirado algún episodio del film de Spielberg.


miércoles, 16 de enero de 2013

Noche y niebla periodística


              
  En diciembre de 1941, cuando las tropas alemanas estaban atascadas ante Moscú, la cúpula nazi decretó la ordenanza Nacht und Nebel, que traducido resulta “Noche y niebla”. El nombre del invento demuestra la conexión romántico-wagneriana de Hitler y sus acólitos, pero su contenido era terrible. Básicamente, autorizaba a las tropas nazis en territorios ocupados a practicar la “desaparición” de resistentes, comunistas, saboteadores y todas aquellas categorías que se les antojasen a los agentes de la raza superior. O sea, que si cogían a alguien lo mandaban a un campo o lo ejecutaban en secreto, sin comunicar nada a nadie y sin dejar rastro. Si a alguien se le ocurría preguntar por aquellos a los que se les aplicaba el Nacht und Nebel, se les daría largas. Como sabemos, los dictadores sudamericanos de la década de los 70, algunos de ellos admiradores del espíritu marcial germano, aplicaron con macabra perfección esta técnica de la desaparición. Te esfumas, no dejas nada. Es como una compensación psicológica para los ejecutores. No nos basta con matarte, queremos borrarte del todo, tú y lo que representabas no ha existido, nunca fue. La aniquilación absoluta de la persona y de lo que representa.

                Esta crisis que se está llevando tantas cosas se está cebando mucho con el gremio periodístico. En pocos años miles de profesionales de la información se han quedado en el paro y medios enteros están cerrando o llevando a cabo ERES salvajes para intentar salvarse. Bueno, no tanto al medio en cuestión, sino a sus jefazos, que no van a buscarse otro trabajo a estas alturas. Mejor que ajustemos nuestras cuentas ajustándole las cuentas a los curritos. Todo esto redunda no solo en la calidad de la información, sino en la filosofía misma del periodismo. Si es uno de los poderes de una democracia saludable ¿cómo puede mantener su función con plantillas escasas y sobrecargadas, con unos directivos que piensan más en mantener su puesto que en hacer bien su trabajo? Además, la crisis hace que los medios dependan más de la publicidad institucional, que es la poca que va quedando, con lo que se cuadra el círculo ¿Van a atacar a los que les dan de comer? Cada vez me indigna más ver como los tertulianos de las cadenas televisivas ultramontanas atacan a la administración pública y a su plantel de altos cargos. No se dan cuenta – o sí, pero no es el discurso que quieren oír sus jefes- de que a la empresa privada le pasa lo mismo. Sobrecarga de ejecutivos que no piensan ceder en sus privilegios por muy mal que lo hagan. Siempre les quedará Telefónica para apalancarse. Y por supuesto, el despiste del comprador medio aumenta. Cuando el usuario adquiere un periódico, ¿para qué gasta su dinero? ¿Para adquirir y mantener un medio fiable de información o para que su consejero delegado se embolse tres millones de euracos al año?

                Lo curioso es que el conflicto periodístico es invisible. La paradoja es que los informantes no se centran mucho en ellos mismos. Debe ser el único poder que no es cainita. Los jueces de vez en cuando crucifican a uno de los suyos (Garzón), la policía y la Guardia Civil andan a la gresca (o el ya famoso “¡no me peguéis, que soy de los vuestros”!), el ejército de vez en cuando se enfrenta a sí mismo (guerras civiles, golpes de estado), los políticos, para que decir nada. Pero los medios mantienen un curioso silencio sobre los problemas de su gremio. Están llenos de huelgas y ERES, pero ninguno  de ellos de periodistas. Si usted no tiene a alguien situado en el terreno que le cuente lo que pasa, lo notará como usuario porque de pronto la gente empezará a desaparecer. Ese columnista, ese periodista que hacía unos maravillosos reportajes, tal crítico, tal fotógrafo, el locutor que tanto le amenizaba los desayunos… ya no están. Nadie les ha dicho que ha pasado con ellos. Sencillamente se han esfumado. Nacht und Nebel a los periodistas. No están, nunca han existido, no se habla de ellos. El problema no existe. El Noche y Niebla (parece el nombre de un cóctel, ahora que lo pienso) ya empieza a ser previo. La mancheta (recuadro de los periódicos donde figura el staff) del diario donde colaboraba hasta hace dos semanas está menguadita. Sólo aparecen el director, el director adjunto y algunos cargos del grupo. Frente a lo que suele ser habitual, del rey abajo ninguno, es decir, no figuran redactores jefes ni jefes de sección. Les quitan visibilidad previa para que los lectores se acostumbren a no verlos y poder hacer con ellos los que les venga en gana. Ya ni existen “antes” de la aplicación del Nacht und Nebel. Los periódicos ya no los hacen gente, sino consignas y silencios.

                Pero ay, este decreto no se puede aplicar con la contundencia de los nazis. Podrán eliminar en silencio a los periodistas de sus ordenadores, pero no están muertos. Dejar a tantos profesionales en la calle, en la madurez personal y laboral, es liberar una fuerza que a lo mejor estaba demasiada constreñida en unos medios que hace tiempo perdieron el mordiente. Quién sabe lo que puede pasar, pero como dijo el clásico, los muertos que vos matáis gozan de buena salud. Con ellos, todas las víctimas de esta orgía neocapitalista. Cuando empieza a haber más gente fuera de los muros que dentro, algo empieza a moverse. La noche y niebla silencia a los represaliados, pero también hace que los que la ejecutan no vean bien el panorama. Tal vez ellos acaben perdiéndose en su propia oscuridad.

sábado, 12 de enero de 2013

Sí es tiempo de miseria


                Mi gran amigo LJ hace tiempo montó un espectáculo teatral llamado No es tiempo de miseria. Pues ahora podría recuperarlo llamándolo de otro modo. Sí es tiempo de miseria. Lo peor de que la economía vaya mal –o que las élites la estén saboteando deliberadamente para forrarse, que no lo tengo claro- no es que los bolsillos se vacíen y que haya que pensarse seriamente gastarse los euros en una simple cerveza con los amigos. Lo verdaderamente triste es la miseria moral que conlleva un sistema intrínsecamente perverso al derrapar. Cuando las cosas vienen mal dadas vemos un triste desfile, paralelo al de los parados. Lo forman los arribistas, los aprovechados, los supervivientes profesionales, los que miran hacia otro lado cuando compañeros suyos de muchos años son despedidos, los que tienen que tragarse sus pasados progresistas – o así lo creyeron muchos- en aras de seguir formando parte del pelotón de los listos, etc. Las listas del INEM cuantifican los que no trabajan, pero a este tipo de miseria no hay estadística que la recoja. Como tampoco se pude reducir a un diagrama la tristeza y el abatimiento que se apodera de una sociedad estafada y a la que hicieron creerse capitanes del barco cuando en realidad nunca pasaron de grumetes.

                Es por ello que asomarse ahora al universo que Víctor Hugo –hijo del mariscal napoleónico que inició el asedio a Cádiz por cierto- plasmó en su novela Los miserables es curioso. Aquí el término “universo” es más que un recurso tópico del articulismo ilustrado, ya que como buena narración decimonónica es un relato complejo. Cuando tantos escritores actuales hacen pasar por novelas un puñado de páginas con letra de gran cuerpo y un interlineado que ni los estudiantes más tramposos hacen en sus trabajos para cumplir con la cuota de folios exigida, volver a los clásicos del XIX es toda una experiencia. La historia del desdichado Jean Valjean y su implacable persecución por el legalista Javert tiene como telón de fondo la Francia de la primera mitad del XIX. Hugo publicó su novela en los años 60 de aquel siglo y ya sabía los efectos perniciosos de la Revolución Industrial. Aquí están los desposeídos, gente que como Fantine podían ser despedidos por la cara, sin indemnizaciones ni paro (que por cierto, Valjean será muy bueno, pero como buen patrón capitalista la echa sin inmutarse, aunque luego intente enmendarlo). Gente sin sanidad pública ni ninguna perspectiva que no sea el trabajo esclavo. Y minorías ilustradas que intentan sacudirse el yugo de una policía represiva y al servicio de los patronos. Los que leímos la novela en la juventud, época que se devoraban estos tochos en horas, nos consolábamos pensando que aquel era un mundo remoto. Pero mira por donde, está volviendo a ser real, para nuestro estupor. Todo aquello que nos protegía de aquellos miserables está desapareciendo, y los fantasmas del arroyo son reales. Es como la perversa inversión de la serie Cuéntame. Cuando empezó ambientada en el tardofranquismo era una historia del pasado. Ahora que ha llegado a 1981, con la consolidación de la democracia, la movida madrileña, la libertad sexual y demás, comprobamos atónitos que ha vuelto a ser… una historia del pasado.

                En los felices 80, cuando Los miserables era sólo una novela decimonónica y no la profecía de una distopía del siglo XXI, unos visionarios productores teatrales franceses produjeron un musical sobre la obra que no tuvo mucho éxito. Pero entre sus espectadores se hallaba otro teatrero no menos visionario, Cameron Mackintosh, que la compró, la cambió y la estrenó en 1985. Desde entonces se ha representado ininterrumpidamente, se ha traducido a 21 lenguas y la han visto más de 60 millones de espectadores. Tuve la ocasión de verla en su montaje madrileño de hace unos años, protagonizada por ese monstruo que es Gerónimo Rauch. Lo hacía tan bien que ahora es el Valjean del eterno montaje londinense. Ahora se ha estrenado la película, que aunque ha tardado estaba en el pensamiento de Mackintosh desde el principio. La vi hace un par de días, con retraso sobre su fecha de llegada a los cines. Y no porque no me guste, sino por todo lo contrario. Admiro profundamente esta obra casi operística, y tenía demasiado en mente la representación madrileña. Los que conocemos el musical sabemos que es una partitura más que exigente, que necesita cantantes de nivel. En otras obras del género basta con canturrear para dar el pego, pero aquí no. Para colmo de males, estas navidades recién pasadas el citado amigo LJ y señora (sí, el mismo de No es tiempo de miseria, como se cierran los círculos) tuvieron a bien regalarme el DVD del concierto del 25 aniversario del musical, que es otro prodigio vocal. De ahí mi resistencia creo que comprensible a meterme dos horas y media en un cine a ver a un grupo de actores, competentes sin duda en lo suyo, pero que sabía que no iban a estar a la altura canora.

                Pues el resultado fue peor del esperado. Claro que toda la culpa no es del elenco, sino del director. Los que sospechamos tras la eficaz pero sobrevalorada El discurso del rey que Tom Hopper era un artesano que valía lo que sus guiones nos vemos fortalecidos en nuestra duda. De acuerdo en que Los miserables es un musical muy teatral y estático para el cine, pero ¿no había otra estrategia que ese montaje histérico, como si tuviese miedo de pararse y aburrir, combinado con unos primeros planos inamovibles como el I Dreamed a Dream de Anne Hathaway (aunque este planazo la ha puesto sin duda en el camino de un Oscar al que ya es candidata), creando un peligroso desequilibrio narrativo? ¿No había otro camino que esos lentes deformantes que nos retrotraen a las peores pesadillas fotográficas del cine setentero? ¿Eran necesarias esas tomas espectaculares donde canta el ordenador para intentar dar profundidad cinematográfica? Pero lo peor es que el temor previo se cumple. El reparto está más que bien como actores, en algún caso sobresaliente, como Russell Crowe, que da magníficamente la tensión moral del legalista Javert. Pero como cantantes… en especial Russell Crowe, que tira por la borda su gran trabajo actoral con un canturreo más que triste. Si notan que Samantha Barks, que da vida a Éponine, está a años luz de los demás, es por una sencilla razón: ha hecho el papel en teatro. ¿No hubiera sido mejor dejarse de estrellas taquilleras y apostar por los profesionales del tema curtidos en las tablas? Esto hace que la película sea aburrida, pues se notan demasiado las costuras de un musical cuando precisamente falla en eso: en la parte musical. Además, la versión española es más marciana pues incurre en hábitos que parecían desterrados, como doblar las partes habladas y dejar las canciones en original, con lo que nos van cambiando las voces cada dos minutos.

Si alguien que ha visto la película cree que exagero, les dejo con unos vídeos. Los dos primeros son una comparativa, con el primer encuentro entre Javert y Valjean en el film y en el concierto del 25 aniversario, para apoyar mis argumentos. El tercero es una letra que deberíamos ir aprendiéndonos si el tiempo de miseria sigue empeorando.




lunes, 7 de enero de 2013

Las guerras del siglo XXI



                Las guerras del siglo XXI son secretas y fuera de la vista de todos. Adiós a los despliegues de uniformes tipo Waterloo, a las cargas de caballería al estilo Balaclava, a obras maestras de la logística como el desembarco de Normandía. Olvidémonos de los que ganan medallas asaltando nidos de ametralladoras o eliminando blindados con sus propias manos. El cine nos está acostumbrando a los nuevos campos de batalla. Una sala hiperinformatizada, llena de pantallas de todo pelaje, donde un grupo de uniformados asiste vía satélite a una representación macabra: un comando especial de fuerzas de élite atacando en breves minutos una posición, con un objetivo muy concreto, de forma quirúrgica. Nada de preparación artillera ni de bombardeos aéreos masivos para reblandecer el objetivo antes de mandar a la fiel infantería. Son batallas clandestinas, hechas en petit comité y con el menor jaleo posible. Otra cosa a la que nos está acostumbrando el cine, ese gran maestro sea de forma clara sea leyendo entre líneas, es que entre estos uniformados que asisten a la matanza de forma distante, con el desapego emocional que da una trasmisión vía satélite, se halla algún civil con pinta de ser un periodista que se ha colado para hacer un repor. Pero no, es en realidad el cerebro de todo esto, un agente de inteligencia que con su tesón ha descubierto el objetivo y tiene derecho a asistir al desenlace. Napoleón y los grandes caudillos militares deben estar revolviéndose en sus tumbas. ¿Se imaginan a Alejandro Magno sentado ante un televisor viendo cómo un grupo selecto de su falange macedónica asesina a Darío en su palacio y luego se va en helicóptero a desayunar en Atenas?

De una de las grandes batallas de las guerras del siglo XXI como fue la localización y muerte de Osama Bin Laden habla la última película de Kathryn Bigelow, tras ganar el Oscar por En tierra hostil. Esta operación fue un buen ejemplo de lo que digo. Tras la Segunda Guerra Mundial, la obsesión de los vencedores era llevar ante la justicia a los criminales de guerra y airear sus horrores. Los israelíes secuestraron a Eichmann en Argentina y lo juzgaron públicamente (luego prefirieron el asesinato selectivo como nos contó Spielberg en Munich, anticipándose a las nuevos tiempos bélicos) pero el supervillano de este siglo, Bin Laden fue muerto en su refugió pakistaní. Uno piensa que igual se le podría haber hecho un Eichmann y sacarle primero toda la información cuantiosa que sin duda poseía al ser el jefe de todo esto en Al Quaeda, o haberle montado un proceso estrella en Nueva York, pero no. Además, ya hemos dicho que las nuevas guerras son secretas, y ni siquiera vimos el cadáver. 

Cuando la CIA y los bolivianos mataron al Che Guevara se publicaron inmediatamente fotos del difunto para que todos lo tuviésemos claro. Claro que eran los años donde la televisión metía en todos los hogares la guerra de Vietnam, no como ahora, que la productora del Pentágono pasa a los medios las imágenes controladas de los conflictos. Sabemos que Bin Laden murió porque ese chico tan carismático que acaba de ser reelegido presidente de su país y que queda tan mono frente a sus rivales republicanos, que parecen todos vendedores de seguros, dijo un día que lo habían matado. Y punto pelota. No vamos a discutirle al Nobel de la Paz más prematuro de la Historia.

                Oirán por ahí que Bigelow ha hecho una película ambigua y crítica con el sistema, pero no se lo crean. No del todo al menos. Al film le protege cara a la progresía el que los poderes USA que dirigen las guerras del siglo XXI se han molestado bastante, no tanto porqué salgan imágenes de presos torturados en las cárceles secretas de la CIA, sino porque alguien se ha ido de la lengua y ha contado demasiadas cosas clasificadas de cómo ocurrió todo. Aunque lo parezca, la directora no critica, sino que va justificándolo todo. Viendo La noche más oscura, no nos parece tan mal la tortura al comprobar que consigue resultados, se dejan caer sutiles críticas a la administración Obama tipo “desde que anularon los programas de interrogatorios todo va más lento” y unas cuantas más de estas. Otros trucos vienen del propio cine, como las traiciones de los terroristas, y soltar que las agentes de la CIA muertas dejan tres hijos, o comprobar la atribulada vida de los guerreros del nuevo orden encerrados en las embajadas de los países hostiles. También oirán por ahí que es la historia de una obsesión destructora, la de la agente interpretada por Jessica Chastain por cazar a Bin Laden. El cansino plano final que se está poniendo de moda en cierto tipo de películas mostrando la cara del o de la protagonista en plan “¿Qué voy a hacer con mi vida ahora que he logrado mi objetivo de años?” apoya esta idea, pero no. La noche más oscura (inciso: el título original es Zero Dark Thirty, con lo que debe haber entre los traductores españoles insospechados amantes de la poesía de San Juan de la Cruz) es, en el fondo, un típico film de ciudadana enfrentándose a una insensible burocracia que al final demuestra tener razón. Además tiene un problema añadido. A los que hayan visto la serie Homeland no les cogerá de sorpresa la trama ni las guerras del siglo XXI. Incluso hay algún momento en que parece que va a aparecer por allí a la bipolar y brillante agente Carrie Mathison, a la que el personaje de Jessica Chastain acaba pareciéndose peligrosamente.

                Y sin embargo, La noche más oscura no es un film despreciable por como Bigelow (protagonista de otra guerra del siglo XXI: muchos siguen asombrándose de que una mujer haga este tipo de películas tan “masculinas” en vez de adaptar El tiempo entre costuras) lo narra. Es seco y preciso, casi un film de los que en el género negro se llaman Procedural, o sea que nos muestra el procedimiento seco y desnudo. Como en la gran The Wire vemos que el trabajo de investigación es lento, aburrido, con muchas pistas falsas y en el que la suerte juega más de lo parece en lograr resultados. Y la culminación final, con la meticulosa, tensa y detallada reconstrucción del asalto a la casa de Bin Laden, es sencillamente magistral, asegurándose casi el Oscar de este año al mejor montaje. Es un nuevo ejemplo del estilo del nuevo orden hollywoodense, metérnosla doblada y a pesar de ello disfrutar de buen cine.


sábado, 5 de enero de 2013

And the Winter is Coming


Cuando George R.R. Martin arrancó en 1996 su serie de novelas sobre los juegos de tronos, no intuía que había creado una frase histórica. And the Winter is Coming es como saben los fans y no tan fans de la saga, gracias a las magníficas series de la HBO, el lema del clan Stark. Frente a otras frases más rimbombantes, ésta tiene un punto de incertidumbre. No presume de fidelidad o lealtad, ni de hazañas pasadas que justifiquen el nivel de vida y vasallos de los que las exhiben en sus estandartes. Habla de una amenaza latente, de algo que va a ocurrir y que inexorablemente se acerca. En la historia de Martin, el invierno y los horrores que oculta están controlados tras una muralla ciclópea y una selecta guardia. Pero los Stark saben que cualquier día eso será inútil y el Winter se desatará y  acabará con la falacia de la primavera, imponiendo la nieve y la oscuridad.

Hoy el invierno ha llegado. Durante años ha estado mantenido tras una muralla que costó años y sacrificios construir y que se llamaba estado del bienestar. La guardia que lo mantenía ha sido borrada por los trolls del neocapitalismo. Hoy la nieve de la codicia más desatada, de la insolidaridad más abyecta, del fanatismo económico más depredador, ha borrado el sol de las cosas por la que merece la pena vivir. Educación, cultura y periodismo, tres de las columnas que se consideraban hasta hace poco síntomas de una sociedad saludable, están en proceso de derribo, pues no hay que hacer ciudadanos formados, sino esclavos cobardes y apesebrados, en permanente proceso de tortura psicológica materializada en amenazar a todos con perder el status que nos da nuestra sociedad. Ya no se trata de ver a la persona que tienes al lado como una posibilidad, sino como un rival en la supervivencia. Los Stark no darían crédito a lo que está pasando y lo rápido que la escarcha se ha apoderado de nuestras almas y corazones.

Pero el invierno no significa la muerte, sino descanso. Momentos para salir de la incómoda luz crepuscular  y buscar refugio, para apelmazarse para mantener las constantes mientras sigue la tormenta. Algunos sabios animales aprovechan estos meses para dormitar y ser más fuertes cuando vuelva al sol. La Historia nos enseña que estas crisis en realidad no matan las fuerzas, sino que las desvían y las liberan en otra dirección que sorprende incluso a los que las tienen que gestionar. Ahora estamos en lo más hondo del invierno, pero las semillas no han sido ahogadas a pesar de todos los esfuerzos hechos por los trolls,sino que bajo la nieve están pensando en los  nuevos caminos por donde germinar. Los agresores nunca se dan cuenta que la aniquilación total es imposible, sino que la supervivencia humana y su deseo de primavera es demasiado fuerte para exterminarlo.

Mientras todo eso llega, me uno a la blogsfera, uno más. Espero compartir con vosotros, lectores anónimos o conocidos, todo lo que se me ocurra y algo más. Tenéis los comentarios a vuestra disposición, nos seguimos viendo, gracias.